John Findersoul, el Buscador de Almas, había sentido una perturbación casi física. Siguió su olor vacío, su hedor a nada que le llevó a presenciar la escena entre Caronte, el viejo y el hombre del que emanaba un perfume tan frio que hasta el aliento del viejo era árido y caluroso; tanto que parecía que arrullarte junto a él era una buena idea.
La figura del viejo y su ausencia de sombra eran inconfundibles: encorvado pero irradiando una sensación de infernal peligro, de movimientos lentos pero extremadamente precisos y una pétrea mirada justo donde el alma debía flotar en un mar de jugos destilados del dolor y placer. Pero en el nuevo nada flotaba.
En el preciso instante en que el viejo iba a iniciar un movimiento de su descarnada mano hacia el hueco del alma, y Caronte goteaba esencia de placer indigno, se percataron de la presencia de Findersoul. Y cuando alguien se percata de la presencia de Findersoul, es que no es Findersoul: Había alguien más de caza.
Ambos huyeron dejando la codiciada pieza a merced de Findersoul y del invisible cazador.
Pero a John lo que más le preocupaba era saber qué carajo hacía el viejo cerca de aquel hombre sin alma que todo lo perturbaba. Nunca antes El Viejo había salido del Infierno.