Las Orillas del Estigia

viernes, 8 de octubre de 2010

Retazo IV


Llegué al bar Estigia con algo de retraso para sorpresa de la propietaria. Me gustaba el Estigia porque nunca coincidíamos los mismos parroquianos y  era limpio pero con el aire decadente de una estaciones de autobuses. Como si fuera únicamente un lugar de paso.

Todos mis pensamientos habían quedado anulados por la visión -no sabría decir si presencia - de la Niña, pero al llegar al bar me di cuenta que todos los hombres y mujeres que allí había parecían mirar a un lugar ausente del infinito como si allí estuviera escrito lo que pudo ser y nunca fue ni será. Era una mirada desbordada de funestos presagios.

Mientras esperaba que me atendieran recordé el perfil que los revoloteos de mi alma habían trazado en el aire y busqué si alguno de los allí presentes se ajustaba a él: flaco, alto y con la cara oculta entre nebulosos rasgos.
Había dos candidatos: uno con la cara descarnada y con gesto de alivio, otro demacrado y dando muestras de no creer que estuviera en aquel bar.

Hablé con el segundo y solo me respondió con gimoteos a mis torpes y desorientadas preguntas.

Hablé con el primero y no supo que responderme a las mismas preguntas.

Por fin una respuesta se dibujó al trasluz y venía de otro hombre que se ajustaba al dibujo pero cuya voz parecía ordenar con dulzura que le prestara atención. Lo hice.

- Me buscas a mí
-  No lo sé – Respondí a algo que no era una pregunta si no una cierta aseveración-
-          Paga en la barra. Te costará dos monedas. Aquí todo cuesta dos monedas
-          ¿Quién eres?
-          Caronte

En un segundo - el tiempo en que todo el universo tarda en hacer clic-clac y que los acontecimientos encajen  -lo entendí.

-          Entonces, ¿estoy muerto?
-          Sí, pero no es lo peor que te puede pasar hoy.

Para mi sorpresa  lo acepté con naturalidad, sobre todo porque la muerte ya no tiene remedio y por que la perspectiva de que hubiera algo peor que la muerte requería toda mi atención.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Retazo III

El Azar, el destino y no haber estado en casa cuando llegó el cartero, han hecho que tenga que desplazarme hasta la oficina de correos para recoger un paquete del que no tenía noticia que recibiría. No había llegado todavía el cartero y, por tanto, el paquete se queda en el limbo de las calles mojadas, grises y frías - quizá más de lo normal - de la ciudad.

Al atravesar un parque he notado como el rumor de las hojas se acallaba, las gotas ralentizaban su caída y, justo por donde pasaba yo, no había rastro alguno de que hubiera llovido: el suelo estaba seco.

No he podido evitar mirar la hora –hay que reconocer que está siendo un día raro lleno de premoniciones cumplidas –,  eran, como no podría ser de otra forma, las 14:36 y todo indicaba que algo iba a pasar.

Y ha pasado, vaya que si ha pasado: La Niña de la foto, con su vestido, de lino estaba en el centro mismo del parque, rodeada de silencio y con una especie de existencia flotante y, apostaría, a que en caso de haber sol, sin sombra que proyectar.

Pero seguían siendo las 14:36, un minuto de error con respecto a lo que llevaba escrito en la espalda.
Ahora el reloj sí que marcaba las 14:37 y la Niña empezó a emitir sonidos extraños, punzantes, aspirados y con un rechinar del aire que llegaba nítidamente a mí sin saber que me quería decir.

La Niña desapareció, el viento cambio la dirección y me susurró con una voz dulce que, no me cupo duda, era de la Niña diciéndome que leyera El Libro.

Lo leería, sobre todo si daba explicación al extraño día que estaba teniendo, pero desconocía a que libro hacía referencia. Chasqueé la lengua en señal de decepción y noté un regusto ácido, descreído y simplón demasiado parecido a mi alma.

Escupí rápidamente y con asco - no me gustaba el sabor de mi alma - y salió aleteando haciendo tirabuzones que dibujaron el perfil de un hombre con el agua condesada que dejaba a su paso.

Era un hombre al que no conocía pero la pregunta correcta era si él me conocía a mí. 

martes, 5 de octubre de 2010

Retazo II

Seguía lloviendo con la fuerza justa para disfrutar de ella durante 58 minutos pero para ciscarme en ella los dos que me quedaban. El GPS marcaba 11,675 y lo único raro que se veía delante era un anciano sentado en un banco.

Sería raro, pero no parecía peligroso. Seguí corriendo intentando mantener el ritmo y la dirección pero era consciente que no ocurría ni una cosa ni la otra.

Faltaban 260 metros para acabar la salida y ya intuía que no sería posible correr los 260 metros sin una carga más en el alma. Pero esta vez estaba decidido a evitarla.

Diez metros más adelante supe con certeza que no podría evitarla. Lo supe justo cuando el viejo me miró con un ojo rojo destilando ira y el otro de un indefinido color esperanza.

Di un rápido vistazo al viejo sobre el que parecía haberse detenido el tiempo y vi como en la mano derecha sujetaba una foto arrugada de una niña con vestido de lino. No quise saber nada más y traté de seguir corriendo.

Nada, no pude correr. Solo pude andar mientras sentía la mirada del viejo rasgar la espalda. Volví la mirada pero el viejo había desaparecido, pareciendo que jamás hubiera estado allí a excepción de que, ahora había dos monedas sobre el banco.

Las miré - eran extrañamente hipnóticas-, las cogí, subí a casa, me duché, el picor del brazo había desaparecido y el tatuaje también; en mis sueños aparecen ese tipo de cosas raras, pero no tan raras como ver en el espejo que ahora – en aquel lugar de la espalda donde el viejo me había mirado y con la misma letra - había dos números; 14:37.

Es una hora, no cabía duda. Pero yo no sabía la hora de qué, sólo sabía que a esa hora siempre me tomo una cerveza en el Bar Estigia.